Tan lejos de Morelos, pero tan cerca del Distrito Federal

Tan lejos de Morelos, pero tan cerca del Distrito Federal. O sobre cultura, identidad e iniciativas colectivas en Cuernavaca

1.
Al respecto de Cuernavaca, pareciera que la novela Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, constituye una especie de carta astral. Un documento esotérico que desde las primeras líneas nos revela ciertos rasgos del carácter profundo de este sitio llamado antiguamente Cuauhnáhuac. Tal vez como el Cónsul Geoffrey Firmin, buscador de símbolos ocultos e inventor de tragedias continuas, donde encontramos una simple imagen descriptiva hallamos también una densa estampa alegórica que textualmente dice lo siguiente:
“Los muros de la ciudad, construida en una colina, son altos; las calles y veredas, tortuosas y accidentadas; los caminos, sinuosos. Una carretera amplia y hermosa, de estilo norteamericano, entra por el norte y se pierde en estrechas callejuelas para convertirse, al salir, en un sendero de cabras. Quauhnáhuac tiene dieciocho iglesias y cincuenta y siete cantinas. También se enorgullece de su campo de golf, de multitud de espléndidos hoteles y de no menos de cuatrocientas albercas, públicas y particulares, colmadas por la lluvia que incesantemente se precipita de las montañas”.
En este pasaje donde se expresa la conjunción de elementos geográficos y arquitectónicos, descubrimos una ciudad encerrada en sí misma como un laberinto perenne pero dispuesta de tal manera que puede permitirse la fuga cotidiana, como si se tratara de un jardín paradisíaco. Si miramos más allá de los límites de la ciudad, conocemos entonces el sentido histórico de esta construcción idílica que promete aislamiento y extravío: Cuernavaca se acerca al Distrito Federal mediante una carretera moderna para ofrecerle sus delicias, pero se aleja de su propia región que no merece más que caminos polvorientos para que transiten las bestias.
Desde la fundación de la ciudad hasta ahora, el norte de Cuernavaca ha sido el centro: el polo magnético que le da dirección. Frente a nosotros tenemos un lugar que va de un pueblo tributario de los mexicas a un destino turístico de los capitalinos de hoy. Además de la proximidad física que se mide en cerca de 80 kilómetros entre Cuernavaca y el Distrito Federal, otra razón fundamental explica esta situación: un modelo centralista de organización política y económica del país. En otras palabras, un ejercicio del poder desde el centro que determina las funciones y las actividades de la periferia, tanto en su relación hacia el exterior con este centro como hacia el interior de sí misma, con sus espacios constitutivos.
En décadas recientes se ha puesto énfasis en la descentralización de las instituciones que conforman el Estado mexicano, planteándose como una macroestrategia para atender las necesidades y posibilidades de un complejo territorio nacional. No obstante, este proceso descentralizador suele mantener intacto el principio de control autoritario al concebirse unilateralmente. La tendencia centrípeta que por siglos ha estructurado la vida pública de México sigue reproduciéndose en distintas escalas: local, regional o nacional; municipal, estatal o federal. Cuernavaca padece el mismo trauma, incluso con intensidad paroxística.
En materia de cultura, lo que impera en esta metrópoli en relación con su contexto urbano inmediato es lo que podríamos llamar un centralismo descentrado, el cual termina por distanciarla de sí misma: una inercia ideológica que conduce a pensar nuestro medio cultural, sin duda emergente y periférico, como si se tratara de responder a las expectativas del que existe en el D.F., consolidado y centralista. Un esquema que se sustenta en la ignorancia o la omisión del devenir histórico específico de nuestro lugar, pero también del que se tiene como modelo.
A pesar de las buenas intenciones, esta concepción de la escena cultural que exigimos en Cuernavaca apunta hacia el establecimiento de una superficie especular, sin trasfondo concreto al menos en términos de infraestructura y mercado, la cual tendría que replicar la lógica y la actividad que se dan, en este rubro, en la capital del país. Deseamos lo que no somos o no tenemos. La Noble y Leal Ciudad de México: nuestro fetiche más querido. Nuestro gran amor primero.
Más que una iniciativa o política definidas, la idea del centralismo descentrado en Cuernavaca se refiere a una mentalidad que orienta la construcción de determinados discursos de la promoción y la difusión de las manifestaciones artístico culturales generadas en la ciudad, ya sea que se impulsen desde la institución o la ciudadanía. El centralismo descentrado es el punto de origen tanto de la promoción y difusión del arte contemporáneo que se realizan con el objetivo de destacar cierto cosmopolitismo local; como de las mismas actividades que se llevan a cabo en torno al arte popular para destacar el pintorequismo nativo. En ambos casos, observamos puestas en escena discursivas en donde Cuernavaca actúa el papel que se espera de ella, según las líneas que le han sido dictadas históricamente desde el poder político y económico, que por supuesto nunca está en los márgenes. Una representación histriónica que suplanta la realidad de todos los días, donde lo que importa es la simulación, no el hecho.

2.
Un ejemplo paradigmático de mistificación simplificadora es el de Tijuana, ponderada durante los últimos años como la Babel cultural que hace segunda al D.F. La estrella roquera de la provincia mexicana que tan sólo en 2005 y 2006 fue protagonista de distintas ferias y festivales especializados, tanto dentro como fuera del país. Una necesaria crítica a este fenómeno primordialmente mediático fue hecha por el escritor bajacaliforniano Heriberto Yépez en su libro de ensayos Tijuanologías. Este texto evidencia el proceso de espectacularización de la realidad tijuanense, que la frivoliza hasta hacerla parecer un set de televisión donde se graba, para delectación de los espectadores nacionales e internacionales, el melodrama de Tijuana, la ciudad fronteriza por antonomasia, donde según Néstor García Canclini funciona un privilegiado laboratorio de hibridación cultural.
Para Yépez, las mentiras fabricadas para disimular el racismo imperante, la explotación laboral, el clasismo consuetudinario, la impostura idiomática o el falseamiento artístico, dan cuerpo al discurso de la tijuanología, que define como “una forma de desprecio hacia el otro-mexicano, sea éste el indígena, el mestizo, el pobre, la mujer o el chicano”. En la medida en que se niegan estos problemas que no son exclusivos de la urbe norteña y sí comunes en todo México, todos somos tijuanólogos y sin fronteras.
Por otro lado, en lo que respecta a la consideración de los fenómenos sociales pero sobre todo culturales que se suscitan en este lugar limítrofe entre México y los Estados Unidos, valdría la pena recordar lo dicho contundentemente por este autor:
“Convertir a Tijuana en una ciudad excepcional es evidencia de nuestra hipocresía o de nuestra miopía. No es excepcional porque la frontera es una condición universal. Desde hace años la condición de frontera dejó de ser un concepto geográfico. Los medios y el consumo hacen que ciudades interiores, lejos de otra nación, sean tan o más fronterizas que las colindantes con el extranjero. Nueva York es una ciudad norteamericana más fronteriza que San Diego. Acapulco lo es más que Tecate. Es la industria consumo-cultural lo que determina la fronteridad de un sitio, no el territorio”.
Nos hemos detenido en el caso de Tijuana puesto que para cierto grupo o sector ésta representa la punta del ariete contra el centralismo cultural que padece la República Mexicana, por delante de ciudades como Guadalajara, con mayor tradición pero menos espectacular al momento de establecer una diferencia o una ruptura. Como queda claro, la realidad siempre es otra. Lo Otro cuya alteridad radical, descrita por Jean Baudrillard y Marc Guillaume, “constituye siempre una provocación y, por lo tanto, está destinada a la reducción y al olvido en el análisis, la memoria y la historia”.
Una cosa es que Tijuana tenga una producción cultural destacable y otra que, aprovechándose de su originalidad y calidad, tanto instancias locales como foráneas pretendan crear un montaje que buscaría dar la impresión de una supuesta democracia cultural en la nación. Más o menos al estilo del priismo clásico cuando, en la segunda mitad del siglo veinte, se permitió la participación electoral de un partido comunista como estrategia de legitimación de un sistema político autoritario, que por lo demás continúa vivo y coleando. En suma, que las panaceas no existen.
Estamos pues ante la pregunta irónica que un amigo poeta hace cuando la situación lo amerita: ¿queremos la verdad u horas de diversión ? Yo diría que podemos elegir ambas cosas simultáneamente si sabemos para qué queremos el conocimiento y el placer. Si de lo que se trata es de realizar una trabajo arduo pero satisfactorio para la construcción colectiva de una escena cultural que creemos merecen nuestras respectivas ciudades, puesto que respondería a necesidades y posibilidades concretas y vigentes, entonces hay que partir de un involucramiento estricto, sin condescendencias, con nuestro entorno más próximo, el que compartimos diariamente, nos guste o no, con una comunidad diversa y contradictoria. Una acción compleja como la materia misma que queremos abordar: la dimensión simbólica de nuestras sociedades, de la cual resultan finalmente las expresiones artísticas y culturales.
De este modo, al proponernos iniciar un proyecto colectivo de promoción y difusión cultural debemos tener en mente como primer paso el conocimiento sistemático de la realidad circundante: sus actores, intereses, conflictos e imaginarios. Con base en esto creo que podremos generar un discurso crítico que cimiente el desarrollo del grupo y sus actividades, siempre en relación con un contexto particular. Después vendrán, aunque no por ello menos importantes, las preocupaciones relativas a la infraestructura y los recursos necesarios para hacer funcionar nuestras iniciativas. Lo que me interesa destacar aquí es que quienes nos dedicamos a la promoción y difusión cultural tenemos que cumplir, en un acto de honestidad intelectual, con la exigencia de contar con un corpus mínimo de referentes conceptuales y teóricos. De lo contrario, nuestros trabajos naufragaran en el mero voluntarismo, en la improvisación.
Hace falta más que buenos deseos para tener un medio cultural vivo, actual, en nuestra ciudades que no nacieron Distritos Federales. En el arco de nuestras cabeceras, para el resguardo de nuestros ilusiones, entusiasmos y afanes, habría que colocar la definición del pensador francés Gilles Deleauze: la teoría es una caja de herramientas. Y es también, lamento decirlo, una dosis de escepticismo necesario. Y nada mejor para iniciarse en su práctica agridulce que la historia.
Una vez apuntado esto, volvamos a la situación de Cuernavaca. El énfasis que históricamente se ha dado sobre las condiciones geográficas y climáticas favorables de esta ciudad ha devenido en una negación u ocultamiento de su compleja movilidad sociocultural, la cual resulta principalmente de fuertes procesos de migración y explotación económica. Como se sabe, este tipo de inercias se reflejan en la ausencia de conocimiento especializado, infraestructura adecuada y medios de difusión con calidad mínima.
En el contexto de una metrópoli que se vislumbra como lugar de descanso para ricos y no tanto, el hecho de una política cultural estatal improvisada para satisfacer egos y gustos chabacanos, ha propiciado el exilio de la imaginación creadora del presente hacía esos ámbitos de realización que son los proyectos independientes. Aquí es donde se descubre la existencia de cierta vida cultural interesante en Cuernavaca: aquella que, impulsada principalmente por jóvenes, da cuenta en sus altibajos del proceso de transformación de este lugar y de las exigencias simbólicas que les plantea a aquellos como integrantes de una comunidad. Hay, en este sentido, dos necesidades que reclaman continuamente la atención de quienes se hallan involucrados en el quehacer artístico aquí: la de una identidad que los congregue y distinga, y la de una formación que les brinde las condiciones para establecer un diálogo crítico entre sí y con los demás actores sociales.
Con respecto a la búsqueda de identidad suponemos que hay algo más allá de lo turístico. No obstante, me parece que esta exploración no tendrá un sustento real si no nos abocamos a la actualización de la memoria colectiva, es decir, el ejercicio en presente de esta facultad de los grupos humanos que les permite identificarse con una historia común y múltiple a la vez. No el recuerdo de personajes folclóricos y paisajes idílicos, sino la conciencia activa de aquello que fuimos, somos y, de acuerdo a las expectativas en juego, seremos. En otras palabras, tenemos que contemplar la posibilidad de la memoria como un factor que gesta identidad. Una memoria que nos permita distinguir los momentos y los fenómenos cismáticos que hacen de Cuernavaca lo que actualmente es. Una identidad que nos permita lograr la autonomía cultural que buscamos.

Posdata: Últimas noticias nos llegan desde Cuernavaca: los conservadores nos ganan la partida vestidos de azul. Tal vez los descendientes de la corte local del emperador Maximiliano de Habsburgo o de los reaccionarios que le dieron la espalda a los zapatistas cuando tomaron la capital morelense. En este contexto, cabría preguntarnos: ¿para qué queremos una escena cultural fuerte?. ¿Para nuestros cinco minutos de fama? ¿O para sentar las bases simbólicas de un contrapeso a la barbarie económica y política que está arrasando las ciudades y sus patrimonios? Una diálogo extraído de Bajo el volcán es el epígrafe que abre Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, la novela que recrea las aventuras de los infrarrealistas, una especie de beatniks mexicanos: “–¿Cree usted en Cristo Rey [–le pregunta un pistolero sinarquista al Cónsul Geoffrey Firmin, en la barra de la cantina El farolito]. –No [–le revira secamente]”. No, he aquí la respuesta. Cada uno de nosotros tendrá que elegir su pregunta.

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