Una fuerza misteriosa en la esquina de las calles Hidalgo y Galeana



En el camino hacia la azotea, a mí me gustaba pasar la punta de alguna de las llaves de la casa sobre la pared de azulejos viejos de los pasillos, sentir el metal rayando una superficie lisa y fría, escuchar el sonido que se producía e interrumpía con las junturas de los mosaicos, que marcaban una especie de ritmo. No es que yo fuera diferente, simplemente tenía una perspectiva propia: tenía las cosas claras. Todo mundo puede tener las cosas claras, el problema es que no es lo mejor para vivir. Así que hay pocas elecciones en este sentido. De hecho pocas veces hay posibilidad de elegir, se va a donde se tiene que ir y se tocan los timbres necesarios para ser parte de una broma insulsa.

Desde la escalera podía verse la puerta abierta que enmarcaba el cielo siempre azul y cálido de la ciudad. También estaban los tanques de gas, los lavaderos de cemento desgastados por el uso y los químicos, las jaulas oxidadas para guardar la ropa mientras se secaba al sol y los habitantes empobrecidos de las alturas. Y en el centro de todos ellos, la gran antena de transmisión en cuya punta había una luz roja de alerta para las avionetas y los helicópteros que se acercaran más de la cuenta. Rumbo a la jaula del departamento solía ejercitar mi equilibrio sobre la tubería al descubierto y cuando fallaba me detenía a auscultar con las manos su superficie para sentir la corriente de agua que transitaba dentro de ella, una fuerza misteriosa que arrasaba con la mierda de la gente que vivíamos en los pisos de abajo.

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