El arte de ver pasar el tiempo

La nostalgia no está de moda y si venimos aquí, en viernes, es por mero pragmatismo noctámbulo: queremos beber unas cervezas en medio del bullicio. Algo así me digo, a sabiendas de que sucederá más que eso cuando Félix y yo entremos a la Plazuela del Zacate, en el corazón taquicárdico de Cuernavaca. Llegamos al lugar por la esquina de Hidalgo y Galeana, y nos unimos al torrente de jóvenes clasemedieros que se pasean para ver y ser vistos, antes de sentarse a tomar unos tragos. Los bares se amontonan a los costados del callejón empedrado y en el centro, al aire libre, se despliega un remedo de cierto sueño televisivo: la pasarela pueblerina, ambientada con brillos de neón y sonidos pop, en la que se lucen los atuendos, antes y después de perder el estilo. Algo es algo. Pero se extraña a los reporteros de espectáculos.
Y efectivamente, desde que los segundos se acumulan en años, las cosas no son como eran. A partir de los años noventa este sitio se convirtió en un espacio público de reunión juvenil: primero, la tribu provinciana que nos reuníamos en el Café Arte; después, los aldeanos globales que nos sentamos en cualquier mesa. Porque sin expectativas no hay decepciones. Porque hay que adaptarse a los tiempos, que corren rápido. Así que eso hacemos mi amigo y yo, y apuramos nuestro mejor paso para llegar al mismo bebedero de siempre. La mesera nos reconoce y nos da la bienvenida. Bienvenidos a la condición de parroquianos.
Como quiera que sea, nos apegamos a la sabiduría ancestral y nos acomodamos según sus recomendaciones: en un rincón, con las espaldas a la pared, la mirada panóptica, con las sustancias debidas. Entonces estamos preparados por si acaso se desataran las pasiones y esta repetición de imágenes finsemaneras fuera interrumpida, en su frenesí planificado, por la explosión de la belleza. Tal vez una trifulca de cabaret, donde damas con guantes y caballeros con sombreros defienden el honor galantemente, a punta de lances. Una catarsis que se mueve al ritmo de la música de un pianista impertérrito, entre botellas y sillas que vuelan. Después el fuego multitudinario que se extiende por la urbe, mientras la gendarmería suena alegremente sus silbatos.
De los puños a las barricadas, le cuento a Félix mi fantasía decimonónica y, a mis veintiséis años, me diagnostica vejez prematura. En todo caso, me justifico, se trata de un anacronismo que todos llevamos dentro: la búsqueda de un paisaje mítico. Félix me ve con ojos de no mames y diplomáticamente me cuestiona: “¿tú crees, güey?” Y antes de que responda cualquier cosa, me dice que tiene hambre y que va por unas garnachas al puesto callejero que está a lado. Quedo entonces con la muda libertad del telespectador frente a la pantalla refulgente. Me entretengo observando lo de hoy. He aquí la tierra prometida de la cerveza al dos por uno, donde desfilan los hijos de la crisis que ha vivido este país durante los últimos treinta años. Estudiantes y profesionistas, subempleados y desempleados, que conversan, danzan o brindan en lo que la realidad llega el próximo lunes, con su cauda de mentiras peores.
Dicho sea con el dolor de mi escepticismo: hay por lo menos en esta escena un aire carnavalesco. Entre la trova, el reguetón o la electrónica de los bares, los cuerpos jóvenes se juntan para actuar su disolución en la acuosidad de la embriaguez, al resguardo de la máscara que es la noche. Y sin importar el hecho aguafiestas de que esto sucede dentro de una recreación para turistas de la provincia paradisíaca, que el comercio produce. Mejor que nada, basta esta insinuación de sensualidad colectiva para convocar a nativos y visitantes, cada fin de semana, a la Plazuela del Zacate. Y no dejar dormir a las buenas conciencias de esta ciudad, para quienes los valiums dejaron de causarles efecto. En suma, aquí todo mundo se encuentra porque el deseo llama. Un deseo circunscrito en un malecón sin olas. De cualquier modo, una postal.
― Ya regresé. Ahora sí, ¿qué me decías? ―me pregunta Félix mientras se sienta en una silla y sube los pies en otra.
― Nada. Oye, ¿a qué venimos aquí? ―me hago pasar por enfermo de Alzheimer tras una cortina de humo de cigarrillo.
­― ¿Cómo que a qué? A beber ¿Que no?
― ¿Tú crees, güey?
Mejor guardar silencio. Y ver pasar el tiempo. Descarada y morosamente. Para descifrar sus posibilidades. Como cuando mi amigo y yo nos concentramos en las mujeres que van y vienen por este andador. En sus formas que centellean tras las blusas con escote, los pantalones entallados y las minifaldas de pocas palabras. El futuro del hombre es la mujer, creo que creemos. Y he aquí que practicamos con delectación un nuevo arte adivinatorio, donde la carnalidad nos señala el camino. Ya lo dijo Rilke, quien se solidariza con nosotros: “¡Ah Malte!, vamos así a la deriva y me parece que todos están distraídos y preocupados y no se preocupan cuando pasamos. Como si cayese una estrella errante y nadie la viese y nadie formulase un deseo. No olvides nunca formular tu deseo, Malte. No hay que dejar nunca de desear”.
Le digo a Félix que quiero escribir una crónica. Antes de que todo esto desaparezca, bajo cualquier pretexto. En estos días en los que simples antros de vicio deben traicionar su congruencia. O correr el riesgo de ser borrados del mapa porque no son templos o plazas comerciales.
(Este texto fue publicado en el suplemento cultural Bajo el Volcán, del periódico La Unión de Morelos, el 11 de marzo de 2007.)

Comentarios

Cuánto te extraño, Plazuela...

Entradas populares