El nacimiento de una secta

La reunión tiene lugar en el departamento de Pablo. Afuera, en el jardín que nos circunda, los astros están alineados y los insectos se desgañitan en un canto nocturno. Hace unas horas concluimos un recorrido por las calles siguiendo la Guía alquimista para desaparecer una ciudad. Desde entonces parece que sólo comprendemos el reverso de los mensajes, donde se ven y escuchan las tentaciones que pueden volvernos unos posesos. Digamos que algo vibra, sutil y denso a la vez. Y nuestros sentidos, en medio del marasmo que originan el calor y la humedad, lo registran. Ese algo sucederá. De modo que estamos presentes.
Quisiéramos que el rumor no fuera cierto, pero se confirma en los hechos: aquí no pasa nada, excepto detrás de las bardas. Por no dejar nos preguntamos ¿qué pasa donde nada pasa? La funcionalidad a secas, a veces encubierta por la simulación. Se necesitó de un oasis y se le llamó Cuernavaca, un edén. Pero el desierto es universal y vuelve siempre: sus tormentas también se agitan en las entrañas de un nombre exuberante. Y el engaño de una ciudad que dice ser lo que no es, se viene abajo. Por encima de su máscara de gestos reposados, queda expuesta la aridez de su vida pública. Mejor así, para que se despejen las dudas. Debido a esta condición se da el movimiento que lleva de las fachadas a los interiores. O lejos de este sitio.
En nuestro caso, el punto de partida de este viaje es aquél donde se confunde el anacoreta con el libertino, ya sea que un páramo o un castillo les espere: la reclusión que libera por medio del dolor o el placer. El retiro. Que nosotros volvemos una empresa colectiva, a pesar de los caprichos de nuestros egos. La explicación de esto es sencilla: una sed conspirativa nos congrega. Y la cerveza que bebemos más que apaciguarla la exalta. El blanco que elegimos somos nosotros mismos, para desentumecernos la existencia. La conversación inicia, el secreto se gesta. Como una llama que levanta sus resplandores hasta los rostros de quienes la rodean en esta sala, espacio que visto de reojo adquiere profundidad de bosque. En este claro desembocamos después de atravesar, cada quien por su lado, a su propio tiempo, las catacumbas de las noches que son una sola. La noche continua.
Como bien se supone, éste es un encuentro que resguarda su voz y sus formulaciones. Lo cual no impide que se sepa lo siguiente: de qué platicamos no importa, lo que importa es nuestro deseo de una historia propia, que por un lado nos integre y por otro nos separe, para vivirla más que para contarla. Un relato que nos trame, una trama que nos relate. Un juego de palabras como éste. El anhelo para el que ensayamos antiguas formas gregarias que van del banquete a la expedición. Cenamos prójimos pero también nombramos caballeros. Es decir, confabulamos. Apuntalamos la trinchera, preparamos el ataque. Entre cábulas y fábulas, como canta el juglar de la ciudad, Kristos, quien tiene un pacto con el diablo. Desde la despensa acechan las hondas y las piedras de la locura.
Avanzaremos como bárbaros de buenos modales. Las ventanas de la urbe serán rotas a la hora conveniente del alba, su grito de cascada será el nuevo canto del gallo. En el centro de las recámaras planearán, escarabajos fornicando en el aire, los números del catastro estampados en las puertas de las casas. Al lecho de los padres llegará la hija virgen en una bata que revela su desnudez y les dirá mientras miran hacia el horizonte: “ya no vivimos donde vivíamos”. Cuando bajen por la escalera, los rincones crujirán sin miramientos sus testimonios miles de años guardados. Saldrán a las calles y el Sol se internará por sus ojos para dejar sus mentes en blanco, como el primer día. Verán, como todos sus vecinos, fogatas solitarias e insomnes en todas las esquinas de todos los barrios. A nadie más. Para entonces se habrán dado cuenta de que en el asta de la Plaza de Armas ondea una bandera que no es la suya ni la de nación conocida alguna.
Pero no nos adelantemos. Por el momento detengámonos en esto que vemos: el instante en que se funda esta historia, el principio de todas las historias: el “Érase una vez...”. La advertencia que un hálito impulsa desde lo indecible para dar paso a lo que será dicho; el límite que declara un antes y un después. En él, en su fugacidad, se dispone un proceso: la transfiguración de la realidad mediante la imaginación, con el propósito de inventarse la vida. Y que tiene como consecuencia inmediata una representación en la que cada uno de nosotros comienza a actuarse a sí mismo, sublimando sus caracteres esenciales en una nueva figura que los contiene. Nuestras personas se transforman en personajes. En este punto de arranque pueden distinguirse ya los perfiles de la cofradía, de quienes queda por saber sus destinos: el documentalista seductor, el filósofo irónico, el poeta maldito, el librero obsesivo y el cronista que no cronica.
¿Nombres? ¿Acciones? ¿Hechos? Érase una vez una secta que nació buscando más que dogmas acontecimientos. Teofanías. Cinco cómplices fueron los responsables de traerla al mundo de las sociedades secretas: Pablo, Armando, Félix, Gabriel y quien aquí solicita su anonimato. Aunque ya se conocían por separado, una noche de primavera coincidieron en la presentación de una revista literaria. Secuestraron un tren turístico a golpes de discurso, se emborracharon en un bar, fueron a casa de uno de ellos junto con otros amigos y amigas, y celebraron hasta el día siguiente. En ese momento ninguno se percató de lo que habían creado, sin embargo llamaban la atención ciertas acciones significativas, que culminaron en un viaje a una laguna cuando entraba el amanecer. Por supuesto que esto, como dice la gorda del comercial, es otra historia. O más tradicionalmente, arroz de otro mole.
(Este texto fue publicado en el suplemento cultural Bajo el Volcán, de La Unión de Morelos, el 27 de mayo de 2007)

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