La insurrección de los vestigios


¿Qué habrá sido de Esbeidi?, me pregunto cuando al revisar un álbum doy con la fotografía de un niño y una niña, de entre cinco y seis años de edad, que posan para el morbo futuro sus indumentarias costeñas, a cientos de kilómetros del litoral más próximo. Él arroja un gesto adusto mientras soporta una camiseta a rayas, un pantalón de corte recto y unos huaraches por los que se asoman sus dedos. Ella ofrece una sonrisa tímida que sugiere delicias, como las frutas de plástico que lleva en la cabeza, vestida con una blusa corta y una falda floreada que ondea con su mano izquierda. Hay mucho sol y poca brisa en ese jardín de niños donde Carlos el flaco y Esbeidi la gorda son retratados por sus madres para dejar constancia de que bailaron celebrando el inicio de la primavera, en una ciudad en la que se supone nunca termina.
Estoy ante una imagen que es un vestigio: ruina, señal o resto de algo material o inmaterial, según una definición del diccionario. Y creo que no he salido a buscarlo, sino que ha venido a mi encuentro. Más acá o más allá de los lugares comunes hacia los que conducen las impresiones primeras. Exactamente ahí donde cerca de veinte años de escombros y cimientos son removidos por una suerte de animismo subterráneo. Primero, un palpitar; después, un estiramiento; más tarde, una trepidación. Como epicentro, este vestigio que queda a la intemperie.
Entonces tengo noticia de ciertas profundidades. De las cosas que he abandonado en los márgenes de mi vida y que se resguardan en las grutas de los armarios, los libreros o los rincones. Hasta que un día me envían un mensajero que las representa, para hacerme saber de la conquista mediante la cual extienden su reino fundado en la oscuridad: el pasado. Para comunicarme mi situación al respecto; ante la cual nada tengo que hacer porque siempre será demasiado tarde. De cualquier modo está la entrevista con ese heraldo que me enfrenta e interpela: el objeto que ha emergido para llegar hasta mí, con su propia historia que se confunde con la mía. ¿Qué puedo hacer sino emprender una arqueología de mi mismo?
Frente a esta fotografía reconozco la fragilidad de cierto mito: los buenos tiempos de la infancia. Como en la fundación de las comunidades, en el origen de las personas suele haber capítulos que éstas excluyen de la historia oficial que dan de sí mismas: esos donde la abyección del dolor y del sufrimiento aparece y cobra forma en actos fuera de toda épica, aunque finalmente generan experiencias formativas. Hablo de esos comportamientos impresentables que dan cuenta de las debilidades más íntimas, ya sea que éstas se recubran con la mansedumbre del sacrificado o la crueldad del verdugo. Y por los cuales ciertos mártires y ciertos tiranos se hermanan, causando pena ajena por su situación absurda, pues antes que mover su voluntad para superar sus cuitas prefieren el autismo o el berrinche.
Esta divagación viene al caso porque se refiere, por un lado, a esos chavitos gandallas que pateaban loncheras que nos les pertenecían, como una manera de inconformarse por la poca inteligencia que les fue otorgada. Y por otro, a esos pequeños tránsfugas que, ante el nulo respeto por sus bienes, optaban por imaginar que no estaban donde estaban: tal vez en Acapulco de la mano de Esbeidi sin que fuera necesario dirigirle palabra alguna, inaugurando el enamoramiento por ósmosis.
He aquí la confesión a la que me obliga mi reliquia a todo color: la niña que me acompaña me gustaba, pero mi timidez me impidió decírselo oportunamente. Nos falto comunicación, como se dice ahora. Y nos separamos sin estar juntos. No obstante también pienso que ella no estaba lista para un hombre como yo. Posiblemente debido a su insensibilidad telepática, tomé mi primera distancia del mundo: la no correspondencia entre fantasía y realidad me molesta desde entonces. Tal vez sea por esto que mi infancia no me sabe a caramelo, sino a pila alcalina: ácida y electrizante. En fin, más allá de estas suposiciones, dicho momento capturado revela una especie de arquetipo personal que ha regresado últimamente por sus fueros: la imposibilidad de permanecer a lado de una mujer por mucho tiempo, si no es mediante un proceso químico de fijación de la luz sobre un papel preparado debidamente para ello. ¿Todos tendrán a su Esbeidi?
No lo sé. Pero probablemente todos tenemos ruinas ocultas, las que por invisibles ejercen mejor su poderío. Como los templos prehispánicos sobre los que fueron levantadas iglesias católicas y que desde entonces son escenarios de una veneración masiva e intensa. Así sucede también con esos objetos cotidianos que desde sus escondites irradian su magnetismo para dirigir nuestra vida en uno u otro sentido. ¿Por qué lo hacen? Porque despojados de sus significados originales por nuestro sentimentalismo o sensiblería, nos regresan la carga que les hemos colocado encima. Ahora que son fragmentos de ídolos o altares, que actúan en nosotros desde siempre y que para nada nos piden nuestro consentimiento. Porque son nosotros mismos, eso que fuimos. Los vestigios que somos. Y que nos piden satisfacer sus extravagancias, congraciarnos. Por ejemplo, escribiendo sobre ellos. O como en el caso de un amigo: llenando de fruta el refrigerador que compró para un amor que no fue y que se lo recuerda por las noches, cuando su mecanismo ruge en el silencio de su buhardilla.
(Este texto fue publicado en el suplemento cultural Bajo el Volcán, del periódico La Unión de Morelos, el 22 de abril de 2007.)

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