Mi deporte favorito

Mi deporte favorito en el Distrito Federal es la mudanza. Y en honor a la verdad debo decir que soy un buen atleta. Ocho cambios de casa en ocho años de residencia en el pandemónium, me respaldan. A diferencia de muchos que inician su carrera deportiva en la niñez, yo lo hice tardíamente. Salí de mi lugar natal con el pretexto de llevar a cabo mi formación universitaria y fue hasta entonces cuando descubrí el don que Dios me dio: ir de un lado para otro. En términos más estrictos, ser un gitano de olimpiada.
Poco a poco mi entrega se hace merecedora del reconocimiento público. Lo noto cuando cercanos y lejanos me preguntan no dónde vivo ahora sino dónde viviré próximamente. De esta forma expresan su interés por el estado de mi trayectoria, pidiéndome nuevos retos. Como cuando se espera de un alpinista que conquiste otras cimas. Se los agradezco.
Pero esto no sería posible sin el impulso arrollador de esta megalópolis, que pone el ejemplo. Porque ¿cómo estar quieto en un sitio que nunca lo está? Todo aquí es movimiento. Y la quietud sólo existe dentro de éste, como en el ojo de un huracán: una utopía fugitiva que exige su persecución sin descanso, rodearla hasta agotar todos los flancos para vislumbrar sus maravillas inasibles. De una colonia a otra.
La búsqueda de lo divino en lo terrenal: éste es el principio que inspira la práctica de la mudanza con fines trascendentales. Yo también fui un neófito y pensaba que ésta no era más que un trámite engorroso en el que había que lidiar con cosas acumuladas, cajas de cartón y rumbos inciertos. Por supuesto me faltaba el conocimiento que da la experiencia: mudarme es una manera saludable de sacudirme el polvo, piel muerta. De mantenerme en forma. Para ocasiones venideras. Hasta que, insuperablemente ligero, cumpla con el designio bíblico: “polvo somos, del polvo venimos y en polvo nos convertiremos”. En su sentido último, la mudanza me permite recrear una vuelta al origen perdido, a su plenitud silenciosa y vacua, que se halla también en esas habitaciones baldías de las que uno se va o a las que uno llega. Y a partir de las cuales habrá que empezar de nuevo.
En su realidad de competición, la mudanza tiene dos modalidades: colectiva e individual. Yo me especializo en la segunda variante. De modo que puedo decir que la mudanza practicada individualmente constituye un pentatlón domiciliario en el que uno se enfrenta consigo mismo. Porque sin duda hay un conjunto de actividades físicas que prueban la energía y resistencia propias: lucha con objetos rebeldes que no caben donde se quiere que quepan; sobresaltos nocturnos por los murmullos que provienen de las cajas; levantamiento de enseres que se confabulan con la fuerza de gravedad para pesar más de lo que deben; lanzamiento de recuerdos y otras fruslerías al bote de la basura; caminatas para encontrar un espacio adecuado donde repetir, tarde o temprano, el mismo proceso.
El espíritu resulta fundamental para desempeñar un buen papel en este tipo de justa deportiva. Para continuar la marcha se requiere más que puro músculo. Se necesitan valores supremos. No me avergüenza confesarlo, porque sé que en la aceptación de mis debilidades se refleja mi fortaleza: en ciertos momentos la comodidad me ha hecho dudar de seguir mi camino. ¿Cómo he salido adelante? Gracias a mi estima profunda por la libertad, que me hace ver que tras las veleidades de instalarse permanentemente en un lugar se esconden los rigores de un orden sostenido con alfileres: la costumbre y la rutina. Esas telarañas rinconeras que pueden atraparlo a uno como a un mosquito suicida y ante las cuales prefiero montar y desmontar departamentos como si fueran puestos ambulantes de la avenida Eje Central.
Las mudanzas pueden vivirse como triunfos o como derrotas. Al respecto tengo presente un par de casos. Un triunfo fue la llegada a esa casa en el sur de la Ciudad de México, en la que un grupo de amigos y amigas coincidimos para fundar una especie de comuna pero con buen olor. Uno tras otro fuimos arribando con nuestras pertenencias variopintas para formar un collage doméstico, donde el estudio y la fiesta eran nuestras principales actividades. Una derrota fue la salida de ese apartamento en el norte de esta urbe, en el que me fui a vivir con una mujer para concluir una larga relación amorosa. Cada uno tomó sus cosas y se largó a donde mejor le convino. Como fui el último en salir me tocó cerrar la puerta.
Mediante mis traslados he construido una geografía personal que se extiende hacia los cuatro puntos cardinales: Pantitlán, Tasqueña, Carmen Serdán, Ciudad Jardín, Portales, Lomas de Sotelo, Santa María la Ribera, Xotepingo. Hasta el momento. Un archipiélago en este ponto vinoso (como canta Homero en La odisea), en el que mi memoria suele pasear para reconocer las huellas de mi nomadismo. Y finalmente comprender que todo es transitorio. Una lección de humildad que nos ofrece la mudanza. Por lo cual, entre otros beneficios más, recomiendo ampliamente practicarla.
(Este texto fue publicado en el suplemento cultural Bajo el Volcán, del periódico La Unión de Morelos, el 25 de marzo de 2007.)

Comentarios

A dijo…
De mis ocho mudanzas, solo una llevo dolor.

Recuerdo cuando cerre la puerta y pense lo mucho que odiaba y anhelaba irme de ahi.

Tuve otras dos mudanzas luego de 'la fatidica', y me equivoque al pensar que iba a sufrirlas como aquella otra que -segun yo- me iba a traumar para toda la vida.

Lo cierto es que hoy viajo mas ligero, he dejado en un lugar seguro (donde no vivo yo) mis objetos mas valiosos (peliculas y libros) y quincenalmente llevo libros y peliculas, y tomo otros tantos, por que creo que cualquier dia puedo mudarme de nuevo y solo quiero cargar mi ropa, nada mas.

Ya me puse melancolica, en fin, gracias por compartir

Besos nomadas.
A

Entradas populares